...

La inexorable certeza de que al otro de la valla debe haber algo

domingo, 13 de febrero de 2011





El sonido de la mecedora, aquel crujido característico, era la única nota discordante, todo lo demás, silencio.

Miró a las paredes, a los cuadros, la vieja mesa camilla, el carrito-bar, la botella conmemorativa del alzamiento nacional, había prometido dársela algún día. Siempre que se ponía pensativo tenía que recorrer con la vista la habitación, era un gesto casi melancólico, un poco desesperado; cómo si buscase un cartel de salida, alguna puerta, un catalizador.

Faltaban todavía treinta y cinco minutos, no tenía sentido salir tan temprano, a penas le llevaría diez minutos llegar a la plaza, además nada indicaba que esta vez fuese a ser puntual. Encendió la tele, a pesar de la palpitante certeza de que no emitirían nada que fuese capaz de distraerlo ni si quiera unos minutos. Los primeros sonidos e imágenes vinieron a confirmarlo.

Subió a coger la chaqueta que había dejado colocada en la silla para que no se arrugase, coloco la manta con la que había dormido la siesta, sacó las zapatillas al balcón y cerro la puerta al salir.

El crujido de sus pasos al avanzar por el descansillo, todo lo demás era silencio.

Bajó las escaleras a saltos, cómo si simulase cojear alternativamente, y evitó los dos últimos cayendo con estruendo en el suelo de hall. Durante un segundo, sólo un segundo, sintió cómo el suelo se hundía bajo los pies, las viejas tablas de madera cedían a su peso, al vigor de los años. Siguió caminando hasta la primera puerta de entrada, accionó el pestillo de la cerradura y se aseguró de cerrar la puerta dejándolo encerrado en alguna de las muchas habitaciones interiores.

Mientras torcía la cabeza, mecánicamente, para comprobar que la puerta de la huerta seguía cerrada, que no podría salir, tampoco por allí, se encaminaba con pesados pasos hacia la puerta principal. Ajustó la barra para poder salir y tiró hasta escuchar el golpe seco de la hoja izquierda al solaparse a su gemela.

Un golpe seco, todo lo demás era silencio.

Aún le quedaban quince minutos, podía caminar despacio, hasta pararse a ojear alguna revista frente a la vieja papelería, bajar la cuesta con grandes zancadas y llegar puntual.

Dejar pasar las horas hasta que llegase la noche y debiese volver.

No hay comentarios:

Publicar un comentario