Es una sensación a la que todo el mundo se ha enfrentado en alguna ocasión. Al menos en ciertos sentidos. Saber a donde conduce un camino, tener la certeza de que si sigue saltando cerca del borde caerá, saber que esa relación no tiene futuro, que seguir así no es buena idea, y aún así seguir haciéndolo. Quizás sólo porque uno sabe cual es el final. Por esa espeluznante seguridad.
Ya era de noche y el frío empezaba a clavarse en los huesos. Sólo quedaba él en la terraza. Dejó unas monedas en el platillo y se marchó sin hacer ruido al apartar la silla. Caminó unos minutos, dando un pequeño e innecesario rodeo.
A llegar atravesó mecánicamente los dos portalones, el de entrada a la parcela y el de su edificio, subió en el ascensor sin fijar sus pensamientos en nada concreto, hasta que llegó frente a la puerta de su casa.
Quieto, completamente parado, inmóvil, infinitamente menos elegante que una estatua griega, pero idéntico en quietud. Fijo el pensamiento, clara la idea, meridiana, afilada y clavada como una punta en la sien izquierda.
¿Qué queda por hacer?
Abrió la puerta y agachó la mirada. A su izquierda, paciente, podía llevar allí horas, pero sabía el momento exacto en que volvía a casa.
-¿No te aburrís de esperar?- preguntó en voz alta.
Sonrió y le hizo un gesto con la mano para que lo acompañase a la cocina. Lo siguió fiel y rápidamente. Abrió una lata vertió la mitad en un platillo y se agachó para ponerlo en el suelo.
Antes de que terminase fue a la habitación. Cambió la ropa de calle por un viejo pijama y se fue a la sala con un libro, sabiendo que no podría leer. Se acomodó en el sillón con una manta y la esperó.
-Subí Gaza, subí a mi lado que tenemos que hablar...
¿Qué queda por hacer?-preguntó a la gata sin decirlo en voz alta.
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